La tortuga y el quetzal: una lección de paciencia

La tortuga y el quetzal: una lección de paciencia

Cuento: “La tortuga y el quetzal: una lección de paciencia”

En un hermoso rincón de México, donde los árboles de copal dan sombra a las flores de colores vibrantes, vivía una tortuga llamada Tula. Su caparazón era de un verde intenso, casi como el jade que se encontraba en las montañas. Tula era conocida por su sabiduría y su naturaleza tranquila, siempre observando el mundo que la rodeaba con sus ojos grandes y serenos. Ella disfrutaba de las suaves brisas que traían el aroma del bosque y de los días soleados que hacían que el río reluciera como un espejo.

Un día, mientras Tula tomaba el sol sobre una piedra caliente, un hermoso quetzal llamado Quico voló por encima de ella. Sus plumas brillaban en tonos verdes y rojos, reflejando la luz del sol como un arcoíris. Quico, siempre alegre y un poco arrogante, se posó en una rama cercana y, al ver a Tula, decidió burlarse de ella. “¡Hola, tortuguita! ¿No te cansas de moverte tan lentamente? La vida es mucho más emocionante cuando vuelas alto y rápido como yo”, dijo Quico, haciendo un giro elegante en el aire.

Tula sonrió, sin molestarse. “Querido Quico, cada uno tiene su propio ritmo. Lo importante es disfrutar el camino”, respondió con calma, mientras se estiraba un poco para absorber el calor del sol.

Quico, al ver que su broma no había funcionado, decidió desafiar a Tula. “Te reto a una carrera, tortuga. ¡Veamos quién llega primero a la cima de la colina!”, proclamó con confianza, inflando su pecho. Tula, aunque sorprendida por la propuesta, aceptó el reto con una mirada decidida. “Está bien, Quico. Acepto tu desafío. Pero recuerda, la paciencia es una virtud”, le dijo Tula.

La noticia del reto se esparció rápidamente entre los habitantes del bosque. Animales de todas formas y tamaños se reunieron para ver la competencia. La ardilla Sara, el conejo Diego y hasta el viejo búho Don Sabio estaban allí, llenos de emoción. “¡Que empiece la carrera!”, gritó Sara, saltando de alegría.

Cuando dieron la señal de inicio, Quico se lanzó al aire con gran velocidad, dejando atrás a Tula, que apenas comenzaba a avanzar con su paso pausado. “¡Hasta nunca, tortuga!”, gritó Quico mientras volaba alto, disfrutando del viento en sus plumas. Tula, por su parte, mantuvo su paso constante y seguro, admirando la belleza del paisaje que la rodeaba: los majestuosos pinos, las flores silvestres y el murmullo del río que parecía animarla a seguir.

Sin embargo, al llegar a la mitad del camino, Quico, confiado en su ventaja, decidió descansar en una rama de un árbol frondoso. “¿Por qué apresurarse? ¡Puedo tomar una siesta y aún así ganar!”, pensó mientras cerraba los ojos, dejando que el canto de los pájaros lo arrullara.

Mientras tanto, Tula continuó su camino. A cada paso, encontraba pequeñas maravillas: un grupo de mariposas que danzaban entre las flores, un claro donde los rayos del sol se filtraban a través de las hojas, y el sonido alegre del agua corriendo por las piedras. Cada descubrimiento llenaba su corazón de alegría y la motivaba a seguir adelante, recordándole que el viaje es tan importante como la meta.

Después de un largo rato, Quico se despertó y, al mirar hacia la colina, se dio cuenta de que Tula estaba muy cerca de la cima. “¡Oh, no! ¡Debo apresurarme!”, gritó mientras extendía sus alas y volaba a toda velocidad. Sin embargo, a medida que se acercaba, un fuerte viento comenzó a soplar, empujándolo hacia atrás y dificultando su vuelo. “¡No puede ser!”, exclamó mientras intentaba mantenerse en el aire, pero la ráfaga de viento era más fuerte de lo que había anticipado.

Mientras tanto, Tula, que había seguido su paso constante y sin prisa, alcanzó la cima de la colina. Los animales que la habían estado observando estallaron en vítores. “¡Tula, Tula, ganadora!”, gritaban todos con entusiasmo. Quico, todavía tratando de luchar contra el viento, se dio cuenta de que había subestimado la paciencia y la perseverancia de su amiga.

Finalmente, Quico llegó a la cima, exhausto y avergonzado. “No puedo creerlo, ¡tú ganaste!”, dijo, todavía con aliento entrecortado. Tula, con una sonrisa comprensiva, respondió: “No se trata solo de llegar primero, Quico. Se trata de disfrutar el viaje y aprender de él. A veces, la paciencia nos lleva más lejos de lo que imaginamos”.

Los animales aplaudieron y se acercaron a felicitar a Tula. Desde ese día, Quico aprendió a valorar la calma y la belleza de cada momento, mientras que Tula siguió siendo un símbolo de sabiduría en el bosque. Juntos, compartieron muchas aventuras, enseñando a otros la importancia de la paciencia y el respeto por el ritmo de cada uno.

Moraleja del cuento “La tortuga y el quetzal: una lección de paciencia”

La paciencia y la perseverancia, como la tortuga nos enseña, nos guiarán en la vida, mientras que la prisa, como el quetzal, a veces nos hará perder el rumbo. Disfrutemos del viaje, porque cada paso cuenta y nos acerca a nuestros sueños.

Deja tu opinión sobre este contenido

Déjame en los comentarios si te latió este relato o no. Y si te quieres lucir, échale ganas y comparte ideas, cambios o variaciones para darle más sabor a la historia.

Abraham Cuentacuentos


Comments

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *