La nube traviesa y la montaña dormida
Érase una vez, en un reino lejano donde la tierra se fundía con el cielo y los ríos cantaban melodías suaves al caer sobre las piedras, había una montaña majestuosa llamada Tepantitlán. Su cima, siempre bañado en un blanco resplandeciente, parecía estar dormida bajo el manto de un cielo azul profundo. Los habitantes de los valles cercanos contaban que, en las noches más tranquilas, podían oír el susurro de la montaña, hablándoles a través del viento que acariciaba las hojas de los árboles.
Un día, mientras los niños jugaban en la alameda, una nube juguetona llamada Cielito surcó el cielo. Ella era pequeña y ligera, siempre buscando travesuras que hacer. Cielito se asomó a la altura de Tepantitlán, quedando fascinada por su quietud: “¡Mira qué bonita y calmada está esta montaña! Se ve tan aburrida”, murmuró la nube mientras reflejaba una sonrisa traviesa.
Intrigada, Cielito decidió llevar un poco de diversión a la montaña dormida. “¡Despertaré a Tepantitlán de su sueño con una lluvia de chistes!” exclamó. Entonces, comenzó a dar volteretas en el aire, arrojando gotitas de lluvia que no caían como una tormenta, sino como risitas que caen de la boca de un niño.
La montaña, fea y hermosa a la vez, llegó a escuchar esa repentina melodía líquida. Una voz profunda resonó desde su interior: “¿Quién perturba mi sueño con tales risas?” Era Tepantitlán, sorprendido y divertido a la vez.
“Soy yo, Cielito, la nube traviesa. Vine a sacarte del sopor y hacer que sonrías un poquito”, respondió, mientras llenaba el aire con su risa luminosa y burbujeante.
“Pero ¿no sabes que estoy diseñada para la calma?” dijo Tepantitlán, con un tono que parecía una leve broma. “Las nubes deben ser grises y pesadas, como un cielo enojado, no traviesas y alegres”.
“¡Oh, no! Eso no es cierto en absoluto. Escucha esto”, exclamó Cielito, y comenzó a contar chistes.
“¿Qué le dice una nube a otra nube? ¡Tengo un clima de risa hoy!”
La montaña no pudo contener su alegría y, aunque era una montaña seria, las piedras comenzaron a crujir de risa. “Jajaja, ¡eso es magnífico! Pero, ¿acaso los valles no están preocupados por si llueve en exceso?”
“¡Para nada! Si llueve con alegría, hasta los patos bailan en los charcos”, contestó Cielito y, para demostrárselo, hizo que su risa se convirtiera en un suave rocío que comenzaba a caer con gracia, creando brillantes arcoíris en el aire.
Los niños en el pueblo comenzaron a danzar al ritmo de la lluvia jugetona. “¡Mira cómo se divierten!”, dijo Cielito mientras miraba a los pequeños con sus caras sonrientes. “Si todos estamos felices, la tristeza se esconde en un rincón”.
Tepantitlán, sintiendo la calidez de la risa de los niños y la magia del rocío, se dio cuenta de que la felicidad se podía compartir: “Querida nube traviesa, creo que he estado durmiendo mucho tiempo. ¿Por qué no hacemos un equipo? Tú serás la chispa de la alegría y yo seré la fortaleza que los protege”.
“¡Hecho! ¡Seremos los mejores amigos!”, respondió Cielito entre risas.
Desde ese día, una hermosa amistad floreció entre Cielito y Tepantitlán. Cada vez que la nube pasaba, llenaba el aire de sonrisas y chispeaba su risa en gotas de lluvia que danzaban en la montaña, celebrando cada nuevo día con juegos y alegría. Se aseguraron también de que la lluvia siempre llegara en su momento justo, cuando la tierra lo necesitaba y los días de calor requerían un pequeño respiro.
Así, la montaña nunca volvió a estar dormida, y los valles siempre vieron su figura resplandeciente, repleta de vida y color.
Moraleja del cuento “La nube traviesa y la montaña dormida”
La alegría se multiplica cuando se comparte; incluso en los lugares más serios, se puede encontrar un rincón para el juego y la risa.
Deja un comentario