Cuento: “La abuela que tejía estrellas en su rebozo”
En un pequeño pueblo rodeado de montañas y valles verdes, donde el canto de las aves se entrelazaba con el murmullo del viento, vivía una abuela llamada Doña Luz. Era conocida por su habilidad para tejer, pero no solo hacía cobijas o chales; ella tejía estrellas en su rebozo. Cada noche, al caer el sol y mientras la luna se asomaba por el horizonte, Doña Luz se sentaba en su mecedora de madera, con un ovillo de hilo de plata y su rebozo en las manos.
Su rebozo era un artefacto mágico, lleno de historias y recuerdos. Cada hilo brillaba como si llevara dentro un fragmento del cielo estrellado. Los niños del pueblo se acercaban a su casa, atraídos por la luz suave que emanaba de la ventana, donde la abuela tejía. “¿Abuela, nos cuentas una historia mientras tejes?” le pedían con ojos brillantes. Doña Luz sonreía, sus arrugas se profundizaban con la alegría de compartir su arte. “Claro, mis amores. Hoy les contaré sobre las estrellas que me visitan cada noche.”
Una noche, mientras Doña Luz tejía, un fuerte viento sopló por el pueblo, trayendo consigo una sombra oscura. Era el espíritu de la tristeza, que se alimentaba de las risas y sueños de los niños. Los rostros que antes brillaban con alegría comenzaron a nublarse, y los ecos de sus risas se desvanecieron. “¿Qué ha pasado, abuela?” preguntó el pequeño Miguel, con los ojos llenos de lágrimas. “No sé, pero debemos encontrar la manera de traer de vuelta la alegría,” respondió Doña Luz, apretando su rebozo contra su pecho.
Con el corazón apesadumbrado, Doña Luz decidió que esa noche, en lugar de tejer estrellas, haría algo diferente. Se levantó de su mecedora y, con un gesto decidido, llamó a los niños. “Vengan, necesitamos crear una luz que ahuyente a la tristeza. Vamos a reunir nuestras risas y recuerdos felices.” Los niños, aunque tristes, se acercaron. “¿Cómo haremos eso, abuela?” preguntó Ana, la más pequeña.
“Tejeremos juntos una manta de risas,” dijo Doña Luz. “Cada uno de ustedes contará una historia que les haga reír, y yo las iré entrelazando en este rebozo.” Con la luz de la luna como testigo, los niños comenzaron a compartir sus historias. Miguel recordó cuando atrapó un pez en el río y, en lugar de llevarlo a casa, lo liberó porque era muy pequeño. “Y el pez saltó como un cohete,” rió. Ana, por su parte, contó cómo un gallo de su vecino le había hecho un baile divertido un día que estaba lloviendo.
Las risas comenzaron a brotar como flores en primavera. Doña Luz, mientras tejía, empezó a sentir cómo el hilo de plata vibraba en sus manos. Cada risa se convertía en una estrella, cada historia era un hilo brillante que llenaba el rebozo. El espíritu de la tristeza, al darse cuenta de que las risas estaban regresando, comenzó a retroceder, buscando un lugar donde su sombra pudiera prosperar.
Al finalizar la noche, Doña Luz sostuvo su rebozo con orgullo. Estaba lleno de luces, como si las estrellas del cielo se hubieran descifrado en un bello tapiz. “Ahora, vamos a llevar esta manta de risas a la plaza del pueblo,” dijo la abuela, su voz resonando con determinación. Los niños, llenos de entusiasmo, la siguieron, corriendo por las calles adoquinadas que reflejaban la luz de la luna.
Al llegar a la plaza, Doña Luz extendió su rebozo, y una magia poderosa emanó de él. Las estrellas brillaban con fuerza, iluminando los rostros de todos los habitantes del pueblo, quienes se asomaron curiosos a sus ventanas. “¡Miren, las estrellas!” exclamó un anciano, recordando los tiempos en que la risa era el lenguaje de todos. Poco a poco, la tristeza se desvaneció, y las risas llenaron el aire como una melodía olvidada que volvía a sonar.
Esa noche, los habitantes del pueblo se reunieron en la plaza, celebrando la alegría y el amor que los unía. Doña Luz, con su rebozo tejido de estrellas, danzó con los niños, y juntos elevaron sus voces en una canción que resonó en cada rincón. “Gracias, abuela,” dijo Miguel, con una sonrisa que iluminaba su rostro. “Tú nos trajiste de vuelta la alegría.” Doña Luz, con su corazón rebosante de amor, respondió: “La alegría siempre regresa, solo hay que saber buscarla en las historias y en las risas compartidas.”
Desde esa noche, cada vez que la tristeza amenazaba al pueblo, los niños y la abuela se reunían a contar historias y a tejer juntos, llenando su rebozo de estrellas y recuerdos felices. Y así, el pequeño pueblo aprendió que la alegría no se pierde, solo se oculta, y con amor y amistad siempre puede ser recuperada.
Moraleja del cuento “La abuela que tejía estrellas en su rebozo”
La vida es un tejido de risas y recuerdos; nunca olvides que la alegría siempre regresa cuando se comparte con amor.
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