Cuento: “El globo que nunca dejó de volar”
Había una vez en un pequeño pueblo de México, un lugar lleno de colores vibrantes y aromas exquisitos, donde la gente solía reunirse en la plaza principal para compartir historias y risas. Entre esos habitantes, había un niño llamado Emiliano, cuyo corazón estaba tan lleno de sueños como el cielo de nubes. Cada mañana, cuando el sol asomaba tímidamente por el horizonte, Emiliano se despertaba con una sola cosa en mente: su globo rojo brillante, el cual le había regalado su abuela en su cumpleaños.
El globo era especial. No solo por su color radiante, sino porque se decía que tenía la magia de elevar los deseos de quien lo poseyera. Emiliano, con su espíritu curioso, decidió que su deseo más grande era volar, como los pájaros que surcaban el cielo. “¡Abuela! ¡Voy a volar! ¡Voy a ser un pájaro!”, exclamaba mientras miraba hacia el cielo, los ojos llenos de esperanza.
Un día, mientras jugaba en el campo, el viento sopló con fuerza y, de repente, el globo se deslizó de sus manos. Emiliano lo miró volar, desesperado. “¡Espera, globo! ¡Vuelve!” Pero el globo parecía tener vida propia, subiendo y subiendo, hasta perderse entre las nubes. El corazón de Emiliano se llenó de tristeza. ¿Cómo podía un simple globo dejarlo atrás? Se sentó en la hierba, sintiendo que su sueño se desvanecía.
Sin embargo, no todo estaba perdido. En su corazón, Emiliano sabía que tenía que hacer algo. Se levantó y decidió seguir el rastro del globo. Con cada paso, se adentraba en un bosque mágico, donde los árboles eran altos como montañas y las flores cantaban melodías dulces. En el camino, se encontró con un zorro astuto llamado Téo, quien lo miró con curiosidad.
“¿Por qué tan triste, pequeño?” preguntó Téo, moviendo su cola con agilidad. Emiliano suspiró y le explicó la historia de su globo. Téo, que era conocido por su ingenio, decidió ayudarlo. “Si quieres recuperar tu globo, deberás seguir el viento. Él te llevará a donde se encuentra”, le dijo con una sonrisa pícara.
Así, juntos, comenzaron su aventura. A medida que avanzaban, encontraron un arroyo que reflejaba la luz del sol como si fueran diamantes. “Mira, Emiliano, el agua nos está guiando”, señaló Téo, mientras brincaba de una piedra a otra. El niño sonrió, sintiéndose un poco más esperanzado.
Continuaron su camino y pronto se encontraron con una colina cubierta de flores silvestres. “¡Mira!” exclamó Téo. “Esa es la colina de los sueños. Muchos vienen aquí a dejar volar sus anhelos”. Emiliano cerró los ojos y, con toda su fuerza, pensó en su globo. “¡Globo, regresa a mí!” gritó. De repente, una brisa suave pasó, como si el universo respondiera a su llamado.
Pero justo cuando estaban a punto de seguir el rastro, un fuerte trueno resonó en el cielo. Una tormenta se acercaba, oscureciendo el horizonte. “Debemos refugiarnos”, dijo Téo, mirando con preocupación las nubes grises. Encontraron una cueva cercana donde se resguardaron, sintiendo cómo la lluvia caía con fuerza. “No te preocupes, Emiliano, el globo es fuerte. Si tiene magia, nunca dejará de volar”, le animó el zorro.
Mientras esperaban a que la tormenta pasara, Emiliano comenzó a recordar los momentos que había vivido con su globo. Las risas, las carreras, y cómo había decorado el cielo con su brillante color. “No solo quiero que vuelva, quiero volar con él”, pensó. De pronto, el viento comenzó a calmarse, y los rayos del sol empezaron a asomarse nuevamente. “¡Vamos, Emiliano! Es nuestra oportunidad”, dijo Téo.
Saliendo de la cueva, el aire fresco y perfumado llenó sus pulmones. Emiliano miró hacia arriba y vio el globo danzando entre las nubes, como si estuviera jugando con el viento. “¡Mira! ¡Allí está!”, gritó con alegría. Pero había un problema. El globo se estaba acercando a un acantilado. “¡Rápido, Emiliano! Debemos alcanzarlo antes de que se caiga”, urgió Téo.
Sin pensarlo dos veces, Emiliano corrió, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza. “¡Globo, no te vayas!” Y cuando parecía que todo estaba perdido, Emiliano recordó las palabras de su abuela: “La verdadera magia se encuentra en la perseverancia”. Con determinación, saltó hacia el aire, extendiendo los brazos como si pudiera volar. El globo, como si lo hubiera escuchado, comenzó a descender lentamente, acercándose a él.
Emiliano lo atrapó justo a tiempo. “¡Lo logré, Téo! ¡Lo tengo!” exclamó, su corazón rebosante de felicidad. “Vimos que no todo es fácil, pero cuando se lucha por lo que se quiere, se pueden lograr grandes cosas”, reflexionó el zorro, mirándolo con admiración.
El niño sonrió y miró su globo, que brillaba más que nunca. “Ahora, volaremos juntos”, dijo, y con un nudo en el estómago, ató el hilo del globo a su muñeca. Al mirar hacia el horizonte, decidió que, con su nuevo amigo Téo a su lado, exploraría cada rincón del bosque, cada colina, cada arroyo. Nunca dejaría que el miedo lo detuviera.
Desde ese día, Emiliano y su globo se convirtieron en inseparables. Volaban por los cielos, llevando sueños y risas a todos los rincones de su pueblo. La magia del globo nunca dejó de brillar, recordando a todos que los deseos, cuando se persiguen con valentía y amistad, siempre encuentran el camino de regreso.
Moraleja del cuento “El globo que nunca dejó de volar”
La vida nos enseña que los sueños son como globos en el viento; a veces se alejan, pero si luchamos con valentía y tenemos amigos a nuestro lado, siempre podemos hacerlos volver y elevarnos juntos hacia el horizonte de nuestras esperanzas.
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