Cuento: “El cenzontle y la flor de cempasúchil”
En un rincón mágico de México, donde el sol brillaba con un calor dorado y las nubes parecían danzar al ritmo del viento, se extendía un vasto campo lleno de flores vibrantes. Allí, entre las colinas verdes y los arroyos que murmuraban como viejos amigos, vivía un cenzontle llamado Cuco. Su plumaje era de un verde brillante con toques de negro, y su canto era el más hermoso de todos los rincones de la región. Cuco era conocido no solo por su melodía, que hacía sonreír a los niños y suspirar a las abuelas, sino también por su corazón noble y su curiosidad insaciable.
Cada mañana, al amanecer, Cuco se posaba en la rama más alta de un gran ahuehuete y saludaba al día con su canto melodioso. Pero un día, mientras se deleitaba con los suaves rayos del sol, escuchó un susurro que venía de un rincón del campo. Intrigado, voló hacia el sonido, encontrando un grupo de flores de cempasúchil, brillantes como el oro y con un aroma dulce que llenaba el aire.
—¿Qué hacen aquí solas, bellas flores? —preguntó Cuco, aterrizando con gracia sobre una de ellas.
—Estamos esperando a que alguien nos escuche —respondió una de las flores, moviendo sus pétalos como si intentara llamar su atención—. Todos pasan de largo, admirando nuestra belleza, pero nadie se detiene a conocer nuestras historias.
—¿Qué historias tienen que contar? —preguntó el cenzontle, curioso.
—Cada uno de nosotros ha sido testigo de momentos importantes en la vida de los pueblos —dijo la flor, con una voz suave como el susurro del viento—. Pero hoy, estamos tristes porque nuestro color se está desvaneciendo, y no queremos que se nos olvide.
Cuco, conmovido por las palabras de la flor, decidió que haría todo lo posible para ayudar. Pero primero, necesitaba entender por qué se estaban marchitando. Voló alrededor de las flores, escuchando sus relatos de alegría y tristeza, de celebraciones y despedidas, de días soleados y tormentas repentinas. Cuco comprendió que las flores de cempasúchil eran portadoras de la memoria de su pueblo y de la conexión entre la vida y la muerte.
Al caer la tarde, Cuco se despidió de las flores y voló a casa, pensando en cómo podía ayudarlas. Durante la noche, se sentó en su rama favorita y dejó volar su imaginación. Decidió que al día siguiente haría una gran fiesta en honor a las flores de cempasúchil, invitando a todos los habitantes del campo.
—¡Voy a cantar para que todos las escuchen! —se prometió a sí mismo, mientras soñaba con melodías que resonarían en cada rincón del lugar.
Al amanecer, Cuco comenzó a preparar la fiesta. Voló de casa en casa, visitando a sus amigos: el jaguar juguetón, la tortuga sabia y la ardilla traviesa. Les contó su plan y todos estuvieron de acuerdo en ayudar. Juntos, comenzaron a decorar el campo con flores, frutas y coloridos papeles que ondeaban al viento. Cuco practicaba su canción, ensayando una melodía que sería tan dulce como el néctar de las flores.
Cuando el sol alcanzó su punto más alto, los habitantes del campo se reunieron en el claro donde crecían las flores de cempasúchil. Cuco, con su pecho hinchado de orgullo, subió a una roca y comenzó a cantar. Su canto se elevó por encima del murmullo de la multitud, un canto que hablaba de la belleza de la vida, de los recuerdos que nunca se desvanecen y del amor que siempre perdura.
Los asistentes, cautivados por la melodía, comenzaron a bailar y reír. La tortuga hizo un paso lento pero seguro, mientras el jaguar se movía con gracia y rapidez. La ardilla, siempre traviesa, corría de un lado a otro, animando a todos a unirse a la celebración. Cuco se sintió feliz al ver cómo la música unía a todos, llenando el aire de alegría.
De repente, algo mágico ocurrió. A medida que los acordes de Cuco resonaban en el aire, las flores de cempasúchil comenzaron a brillar intensamente. Sus colores se intensificaron, y un aroma fresco y dulce inundó el campo. La gente se detuvo, sorprendida, y miraron hacia las flores.
—¡Miren! —exclamó una anciana—. ¡Las flores están reviviendo!
Cuco, sintiendo la energía de la música, continuó cantando. En ese instante, las flores comenzaron a danzar al ritmo de la melodía, como si fueran parte de la celebración. Los niños se acercaron, maravillados, y comenzaron a imitar los movimientos de las flores, riendo y saltando en la alegría del momento.
—¡Esto es increíble! —gritó el jaguar—. Nunca había visto algo así.
La fiesta continuó hasta que el sol se ocultó tras las montañas. Cuando finalmente el último eco de la canción se desvaneció, los asistentes se sentaron en círculo, rodeando a las flores que brillaban con un resplandor dorado.
—Gracias, Cuco —dijo la flor más grande—. Gracias a ti, no solo hemos recuperado nuestro color, sino que también hemos recordado lo importante que somos para todos. Nunca más seremos olvidadas.
El cenzontle, con el corazón lleno de alegría, sonrió y miró a sus amigos. Había aprendido que a veces, un simple acto de bondad y la voluntad de escuchar podían hacer una gran diferencia. Las flores, ahora más vivas que nunca, habían encontrado su lugar en el corazón de todos.
Al final de la noche, cuando todos comenzaron a regresar a casa, Cuco se quedó un momento más, observando cómo la luna iluminaba el campo. Las flores de cempasúchil, danzantes y vibrantes, parecían contar historias que perdurarían en el tiempo, y Cuco sabía que siempre habría un canto para recordar su belleza.
Moraleja del cuento “El cenzontle y la flor de cempasúchil”
A veces, la verdadera belleza reside en las historias que compartimos; nunca subestimemos el poder de escuchar y celebrar lo que nos une.
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