El cántico del cenzontle
En un pequeño pueblo rodeado de montañas y ríos cristalinos, donde los días eran dorados y las noches estaban llenas de estrellas, vivía una niña llamada Ana. Ana era una pequeña de cabellos rizados y ojos del color del cielo en un día despejado. Su risa era contagiosa y siempre se la podía ver jugando entre las flores del jardín de su abuela, Doña Elvira, quien cultivaba rosas de todos los colores y un hermoso nopal que florecía milagrosamente cada primavera.
Doña Elvira, de piel morena y manos arrugadas por el tiempo, era una mujer sabia que a menudo le contaba historias mágicas a Ana antes de que se fuera a dormir. “Mi pequeña”, decía mientras acariciaba la suavidad del cabello de Ana, “hay un canto especial en este mundo que solo los más puros pueden escuchar”. Ana miraba con ojos llenos de curiosidad y preguntaba: “¿Qué es eso, abuelita? ¿Cantarán las rosas?”. A lo que Doña Elvira soltaba una risita y respondía: “No, mi amor. Es el cenzontle, un pájaro que canta como nadie en todo México”.
Un día soleado, mientras Ana recogía flores en el jardín, sintió una brisa diferente y un sonido melodioso que resonaba en el aire. Era un canto hermoso, dulzón y vibrante. “¡Escucha, abuelita! ¿Qué es ese canto?”, gritó entusiasmada. Doña Elvira se acercó, enarcando una ceja y sonriendo con complicidad: “Es el cenzontle. Este es un día perfecto para que lo sigas y descifres su enigma”.
Ana, emocionada y llena de determinación, decidió seguir el canto del cenzontle. “Voy a descubrir de dónde proviene ese hermoso sonido”, dijo con una sonrisa iluminada. Y así, se adentró en el bosque que comenzaba justo al borde del jardín. Fue ahí donde los árboles se erguían altos y orgullosos, como guardianes del misterio que había dentro.
Otros dos amigos de Ana, Samuel y Lucía, al ver su emoción, decidieron unirse a la aventura. Samuel, un niño risueño de piel clara y cabellos oscuros, siempre iba acompañado de su inseparable sombrero de charro. Lucía, con trenzas adornadas con cintas de colores, era un torbellino de energía que amaba explorar. “¡Esperen! No podemos dejarla ir sola!”, gritó Lucía mientras se unía a la carrera en dirección al bosque.
Los tres amigos siguieron el canto del cenzontle, que parecía alejárseles mientras se adentraban en la espesura. La luz del sol se filtraba entre las hojas, creando patrones dorados y sombras danzantes sobre el terreno. “¿Qué tal si hacemos una competencia para ver quién lo encuentra primero?”, propuso Samuel con un guiño. “¡Buena idea!”, respondieron Ana y Lucía al unísono, llenando el aire con risas.
Mientras corrían y se paraban de vez en cuando para escuchar el canto, encontraron un claro donde una familia de ardillas jugaba entre sí. “¡Hola, ardillas! ¿Han visto al cenzontle?”, preguntó Ana al grupo curioso. Una ardilla con una pequeña diadema de flores, que parecía ser la líder, se acercó y dijo: “Él siempre canta en el árbol más alto al atardecer. Te guiaré, si me prometes dejarme una nuez como premio”. Ana, encantada, asintió con emoción.
Las ardillas guiaron a los niños hasta el árbol más majestuoso del bosque. Sus ramas se extendían tan lejos que parecían tocar el cielo. “¿Cómo vamos a subir, si es tan alto?”, preguntó Lucía, sintiéndose un poco asustada. Samuel, con valentía, respondió: “Podemos escalarlo, solo necesitamos ayudar a Ana”.
Así, con mucho esfuerzo y trabajo en equipo, comenzaron a trepar el tronco robusto del árbol. Mientras subían, el canto del cenzontle se hacía más fuerte, llenando sus corazones de emoción. “¡Casi estamos cerca!”, exclamó Ana, con una sonrisa brillante. De repente, escucharon un crujido, y Samuel, que estaba un poco detrás, se resbaló y cayó suavemente sobre un montón de hojas secas. “¡Estoy bien!”, gritó, haciendo que todos soltaran una risa.
Finalmente, llegaron a una de las ramas más altas y allí estaba, el cenzontle. Era un pájaro de plumaje verde esmeralda y negro, con ojos que brillaban como estrellas. “¡Mira, Ana!”, chilló Lucía, “¡es aún más hermoso de lo que imaginé!”. El cenzontle, al ver a sus admiradores, comenzó a cantar con una melodía embriagadora que te hacía sentir como si estuvieras flotando entre las nubes.
Ana, encantada y emocionada, se asomó del árbol y le dijo: “¡Cenzontle, eres increíble! ¿Por qué cantas siempre?”. El cenzontle, con su voz suave y melodiosa, respondió: “Canto para alegrar los corazones de quienes me escuchan, para compartir la belleza de este mundo. También, canto para recordarles que siempre hay esperanza”.
El tiempo pasó volando mientras los niños escuchaban encantados la melodía del cenzontle, y el sol comenzó a ocultarse en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos naranjas y morados. “Debemos regresar, el sol se está ocultando”, recordó Ana, un poco triste por dejar a su nuevo amigo. “No te preocupes”, dijo el cenzontle, “si alguna vez necesitas escucharme de nuevo, solo ven aquí y llámame”.
Con el corazón lleno de alegría y un poco de nostalgia, los amigos se despidieron del cenzontle. Al bajar del árbol, cada uno llevaba consigo no solo el recuerdo de un día maravilloso, sino también una lección de amistad, valentía y la promesa de regresar. “Nunca olvidaré este día”, dijo Ana mientras caminaban de regreso a casa.
Cuando llegaron, Doña Elvira los esperaba en el umbral con una sonrisa cálida. “¿Qué aventuras tuvieron?”, preguntó, mientras la luz de las luces comienzaba a encenderse en el hogar. Los niños comenzaron a contarle emocionados sobre su encuentro con el cenzontle, sobre las ardillas y su valiente ascenso al árbol. “Y él dijo que canta para compartir la esperanza”, concluyó Ana, mientras Doña Elvira la abrazaba con ternura.
Al final de la noche, ya en la cama, Ana cerró los ojos con una sonrisa, escuchando el suave canto de un cenzontle en la distancia. Y así, entre sueños y susurros, se prometió que siempre buscaría la belleza, la amistad y la esperanza en su vida.
La historia de Ana, Samuel y Lucía se convirtió en un cuento legendario en el pueblo, y los crespúsculos llenos de estrellas fueron testigos de nuevos encuentros con el cenzontle. De este modo, cada vez que alguien escuchaba su canto, sonreía, recordando que siempre hay una razón para seguir adelante, por más oscuro que sea el camino.
Moraleja del cuento “El cántico del cenzontle”
La vida es un canto que debemos escuchar; incluso en los momentos difíciles, siempre habrá esperanza y belleza alrededor de nosotros. manten siempre los ojos y el corazón abiertos, porque con amigos a tu lado, hasta el desafío más alto se puede conquistar.
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