Cuento: “El cactus que enseñaba a cuidar el desierto”
En un vasto desierto lleno de misterios y belleza, se erguía un cactus majestuoso llamado Don Espino. Era un cactus altivo y orgulloso, de un verde intenso, cubierto de espinas que relucían como pequeños diamantes bajo el sol ardiente. Don Espino no solo era un cactus, era un sabio, un maestro del desierto que conocía todos sus secretos y cuidaba de los animales y plantas que habitaban en su alrededor.
Un día, mientras el sol comenzaba a descender y el cielo se teñía de colores anaranjados y morados, Don Espino notó a un grupo de niños jugando cerca de su base. Eran cuatro: Ana, la valiente; Pedro, el curioso; Lucía, la amable; y Miguel, el soñador. Se reían y jugaban sin preocupación, pero también estaban dejando atrás papeles, botellas y otros desechos que contaminaban su amado desierto.
—¡Niños! —gritó Don Espino con su voz profunda y resonante—. ¡Deténganse un momento!
Los niños se miraron entre sí, asombrados de escuchar hablar a un cactus.
—¿Quién habla? —preguntó Ana, acercándose un poco, aunque un poco temerosa.
—Soy yo, Don Espino, el cactus. He estado observando su juego y también sus desechos. No quiero ser un aguafiestas, pero debo enseñarles la importancia de cuidar nuestro hogar.
—¿Cuidar el desierto? —replicó Pedro, arqueando una ceja—. ¿Qué tiene de malo lo que hicimos?
—¡Oh, querido Pedro! —respondió Don Espino con paciencia—. El desierto es un lugar mágico y frágil. Cada papel que dejen aquí, cada botella, causa daño a las criaturas que viven a mi alrededor. Los animales no pueden comer, y las plantas no pueden crecer.
Miguel, que había estado mirando el cielo estrellado, se sintió un poco culpable y preguntó:
—¿Pero qué podemos hacer para ayudar, Don Espino?
Don Espino sonrió, mostrando sus espinas que brillaban con el reflejo del sol poniente.
—Primero, recojan todo lo que han dejado. Y luego, puedo mostrarles cómo cuidar el desierto.
Los niños, sintiéndose responsables, comenzaron a recoger los desechos, uno a uno, mientras Don Espino les explicaba.
—¿Ven ese pequeño cactus que está a mi lado? —preguntó señalando a un joven cactús—. Se llama Piquito. Él necesita agua, pero en el desierto, el agua es un tesoro. Debemos cuidar de no desperdiciarla.
Lucía, siempre atenta, dijo:
—¿Cómo podemos ayudar a Piquito?
—Cada vez que ven un charquito, como el que deja la lluvia, pueden ayudar a recoger el agua y compartirla con las plantas que lo necesiten. Pero también, deben aprender a plantar más cactús y flores, que atraen a los polinizadores como las abejas. Ellas son vitales para que nuestro desierto siga vivo y floreciendo.
Don Espino los llevó a un rincón especial del desierto donde las flores silvestres danzaban al viento y los pequeños animales se asomaban curiosos.
—Aquí —dijo Don Espino—, pueden ver cómo todo está conectado. Si cuidamos de las plantas, ellas cuidan de los animales, y así el desierto florece. Pero si dañamos este equilibrio, perderemos su belleza.
Los niños, ahora con un brillo de entendimiento en sus ojos, decidieron hacer algo grande.
—Vamos a organizar una jornada de limpieza —sugirió Ana con determinación—. ¡Convencemos a nuestros amigos para que vengan a ayudar!
Don Espino asintió con orgullo.
—¡Eso es, niños! La unión hace la fuerza.
Al día siguiente, Ana, Pedro, Lucía y Miguel fueron a sus casas y hablaron con sus amigos, contándoles la historia de Don Espino y la importancia de cuidar el desierto. Al poco tiempo, un grupo grande de niños se reunió en el desierto, todos listos para aprender y ayudar. Con bolsas y guantes, comenzaron a limpiar, riendo y disfrutando mientras Don Espino les guiaba.
Durante la jornada, descubrieron cosas maravillosas: un pequeño nido de gorriones, flores raras que jamás habían visto y hasta un viejo y sabio búho que se unió a su labor, compartiendo cuentos sobre la vida en el desierto. Cada descubrimiento les hacía sentir más conectados con su hogar.
Pero no todo fue fácil. En medio de la limpieza, una tormenta de arena se desató, y los niños comenzaron a sentir miedo. Don Espino, aunque firme y enraizado, los alentó.
—No teman, niños. La tormenta pasará. Encuentren refugio entre mis brazos. ¡Juntos estamos más seguros!
Los niños se agacharon junto a Don Espino, y al ver su valentía, sintieron que podían enfrentar cualquier adversidad. Después de unos momentos, la tormenta cesó y, al salir, el desierto lucía más brillante que nunca.
Al finalizar la jornada, todos los niños estaban cansados, pero felices. Habían aprendido tanto y se habían vuelto amigos de la naturaleza.
—Gracias, Don Espino —dijo Miguel, con una gran sonrisa—. Ahora entendemos que cuidar el desierto es cuidar de nosotros mismos.
—Y recuerden —añadió Don Espino—, la amistad y el respeto hacia la naturaleza siempre deben ir de la mano. No solo son guardianes de este lugar, sino también de cada ser que aquí habita.
Los niños prometieron regresar a menudo, y desde ese día, se convirtieron en los defensores del desierto. Aprendieron a sembrar, a cuidar, y a enseñar a otros sobre la belleza del mundo que les rodeaba.
Moraleja del cuento “El cactus que enseñaba a cuidar el desierto”
Cuidar la naturaleza es sembrar amistad; cada pequeño acto de amor, un nuevo despertar. En el desierto o en el hogar, juntos siempre podremos brillar.
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