El agave que enseñó a compartir

El agave que enseñó a compartir

Cuento: “El agave que enseñó a compartir”

Había una vez, en un pequeño pueblo en las tierras del altiplano mexicano, un agave que se alzaba orgulloso entre las rocas y los cactus. Su nombre era Tlahuicole, y era conocido por su belleza y fortaleza. Tlahuicole tenía hojas espinosas y robustas, que brillaban bajo el sol como si fueran esmeraldas. Su altura alcanzaba casi los dos metros, y en cada primavera florecía, llenando el aire de un dulce aroma que atraía a las mariposas y a los colibríes.

En el pueblo, vivían varios niños que jugaban a diario alrededor de Tlahuicole. Entre ellos estaban Lucía, una niña de ojos brillantes y cabello rizado; y su amigo Diego, un niño de risa contagiosa y siempre dispuesto a ayudar. Ambos compartían un sueño: hacer un gran festival para celebrar la belleza de la naturaleza y la amistad que los unía. Sin embargo, había un problema. El pueblo se encontraba en sequía, y los recursos eran escasos. Los niños, llenos de energía, comenzaron a pensar en cómo podrían reunir todo lo necesario para el festival.

—¡Podríamos pedir ayuda a los vecinos! —sugirió Lucía con entusiasmo.

—Sí, pero a veces no quieren compartir lo que tienen —respondió Diego, un poco desanimado.

A pesar de esto, los dos amigos decidieron hablar con sus vecinos. Así que un día soleado, se armaron de valor y fueron casa por casa, pidiendo ingredientes para el festival. Primero visitaron a Doña Elena, la señora de la tienda, que siempre tenía dulces y pan de maíz.

—Doña Elena, ¿podría compartir un poco de su pan para nuestro festival? —preguntó Lucía con una sonrisa.

—Claro, niños. Tomen lo que necesiten —respondió Doña Elena, sorprendida por su entusiasmo.

Emocionados, los niños siguieron su camino y pronto se encontraron con Don Miguel, un agricultor que cultivaba nopales.

—Don Miguel, necesitamos nopales para el festival. ¿Podría compartir algunos con nosotros? —pidió Diego.

—Si es por una buena causa, ¡tomen lo que deseen! —contestó Don Miguel, quien admiraba la determinación de los niños.

Así fue como los pequeños recolectaron algunos ingredientes y provisiones, pero aún no tenían suficiente. Decidieron visitar a Tlahuicole, con la esperanza de que el agave pudiera ayudarlos de alguna manera. Al llegar, se dieron cuenta de que las flores del agave estaban empezando a abrirse.

—¡Tlahuicole! —llamó Lucía—. Estamos organizando un festival y necesitamos más ayuda.

De repente, una suave brisa movió las hojas del agave, y una voz profunda y melodiosa resonó en el aire. Era Tlahuicole, que, aunque era una planta, tenía un corazón sabio y bondadoso.

—Queridos niños, he estado observando su esfuerzo. La clave para tener éxito es compartir. Si desean celebrar, deben invitar a otros a unirse a ustedes.

Los niños se miraron confundidos, pero pronto comprendieron el mensaje. Así que decidieron organizar una reunión en la plaza del pueblo, donde invitarían a todos los vecinos a participar en la preparación del festival.

—¡Vamos a hacer que todos se sientan parte de esto! —exclamó Diego, lleno de energía.

Así fue como comenzaron a ir de casa en casa, esta vez con una nueva propuesta: invitar a todos a contribuir con lo que pudieran y, a cambio, disfrutar del festival juntos. Con cada invitación, la respuesta fue sorprendente. La gente, que antes había dudado, comenzó a ofrecer todo tipo de alimentos y decoraciones. La noticia se esparció como fuego en un día seco, y pronto todos querían ser parte del evento.

Llegó el día del festival, y la plaza estaba llena de color. Lucía y Diego miraban asombrados cómo el lugar se transformaba con guirnaldas de papel picado, platillos típicos y risas que resonaban en el aire. La música de un grupo de mariachis llenaba el ambiente, y la alegría era palpable. Los niños habían logrado lo que al principio parecía imposible: unieron al pueblo a través de la magia de compartir.

Sin embargo, mientras todos disfrutaban, de repente, un fuerte viento comenzó a soplar, llevándose consigo algunas de las decoraciones y haciendo que los platillos tambalearan. Los niños miraron con preocupación cómo algunos se desanimaban, pero recordando las palabras de Tlahuicole, decidieron actuar.

—¡No dejemos que esto arruine nuestra celebración! —gritó Lucía, animando a todos—. ¡Ayudémonos unos a otros!

Con una gran sonrisa, Diego tomó la mano de su amiga y corrió hacia la mesa, donde ayudó a estabilizar las cosas. Pronto, todos los vecinos se unieron, recogiendo lo que el viento había desordenado. Trabajaron juntos, riendo y disfrutando del momento. Al final, el viento sólo había hecho que el festival fuera más memorable, pues todos se sintieron más unidos.

Cuando el sol comenzó a ponerse, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras, los niños se acercaron a Tlahuicole para agradecerle por su sabiduría.

—Gracias, Tlahuicole —dijo Lucía—. Nos enseñaste que compartir no solo se trata de lo material, sino también de las experiencias y momentos.

—Así es, pequeños. Compartir es lo que fortalece la amistad y la comunidad —respondió el agave, mientras sus hojas danzaban con la brisa.

Los niños sonrieron, sabiendo que el verdadero espíritu del festival había sido la unión de todos. Aquella noche, mientras el pueblo celebraba bajo las estrellas, Lucía y Diego supieron que nunca olvidarían la lección que aprendieron del agave que enseñó a compartir.

Moraleja del cuento “El agave que enseñó a compartir”

La verdadera riqueza no está en lo que poseemos, sino en lo que compartimos. La amistad florece cuando aprendemos a dar y recibir, como el agave que se alza fuerte, uniendo corazones en la celebración de la vida.

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Abraham Cuentacuentos


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